domingo, 17 de abril de 2022

 

REMORDIMIENTO. 90 aniversario (19/01/1932) de un gran film antibélico, muy adecuado a los tiempos. 

Poderoso drama antibélico que he visto con motivo del 90 aniversario (19/01/1932) de su estreno, dirigido paradójicamente por un especialista en la comedia sutil como es el berlinés Ernst Lubitsch y su famoso ‘Toque’. El guión de Samson Raphaelson (“Un ladrón en la alcoba” o “El bazar de las sorpresas”) y Ernest Vajda (“El teniente seductor” o “El desfile del amor”) se basa en la obra de 1930 “L'homme que j'ai tué” de Maurice Rostand y su adaptación al inglés de 1931, “The Man I Killed”, de Reginald Berkeley (“Cabalgada” o “Paz en la Tierra”). Un  film con mucho coraje en lo referente a su pacifista mensaje en un periodo de entreguerras, donde la dirección (aunque era una producción estadounidense y filmada en USA) es obra de un germano (los perdedores de la Gran Guerra), y donde incluso hay un alegato premonitorio sobre que hay una guerra por venir. Una estremecedora obra desesperanzadora con la Condición Humana, contra su tribalismo xenófobo, contra el sin sentido de pelear vecinos contra vecinos (por motivos que ni ellos mismos saben, solo por mor de ser peones de unos jugadores de ajedrez que nunca se exponen), contra los patriotismos belicosos (capaces de mandar a morir a nuestros hijos de modo alegre), contra las religiones que amparan estos conflictos en pos de la comunión con el estado, contra el papanatismo de los pueblos que con sus cotilleos se vuelven endogámicos y tóxicos, un incisivo alegato en favor de la redención por los sentimientos de culpa, del arrepentimiento, de las ansias de perdón, de la esperanza en que haya gente que vea la inutilidad de las Guerras, un canto al amor en todas sus variantes. Todo ello desarrollado con sutilidad, con fuerza visual, con gran manejo del sonido (excelente como el padre del soldado fallecido observa la calle triste y oímos de fondo una marcha militar y sabemos lo que piensa), con algunas excepcionales interpretaciones, y con un final conmovedor, y ello por supuesto, sin caer en lo sensiblero.

Atormentado por el recuerdo de Walter Holderlin, un soldado que mató durante la Gran Guerra Mundial, el músico francés Paul Renard (Phillips Holmes) se confiesa a un sacerdote (Frank Sheridan), quien le concede la absolución. Usando la dirección en una carta que encontró en el cuerpo del hombre muerto, Paul luego viaja a Alemania para encontrar a su familia. A medida que el sentimiento anti-francés continúa impregnando Alemania, el Dr. Holderlin (Lionel Barrymore) inicialmente se niega a recibir a Paul en su casa, pero cambia de opinión cuando la prometida de su hijo, Elsa (Nancy Carroll), lo identifica como el hombre que ha estado dejando flores en la tumba de Walter. En lugar de revelar la conexión real entre ellos, Paul le dice a la familia Holderlin que era amigo de su hijo, que asistió al mismo conservatorio musical que él.

En el prólogo, estamos en la conmemoración en París del primer aniversario del Armisticio de la Gran Guerra, redoble de campanas, salvas de cañonazos, desfiles militares (imágenes de archivo), estos pasan junto a un hospital miliar donde pone ‘Silencio’ y ante el ruido callejero los enfermos gritan desorientados. Pasamos a la culminación en la catedral con una ceremonia con el templo plagado de militares luciendo la pompa de sus condecoraciones, Lubitsch se fija en la paradoja de que un lugar de Paz como este sea desbordado por gente armada, esto realzado por un mordaz travelling donde vemos los sables de los soldados rozando el suelo del pasillo en una disposición sinérgica mientras el sermón habla de Paz, mientras se habla de mirar al mañana vemos a un oficial pensando claramente en lo vivido, ‘olvidemos el ayer’ y vemos las medallas de batalla, ‘Paz en la Tierra’ y vemos las pistolas, vemos se ponen de rodillas y lo hacen con sus botas militares con espuelas, oímos cañonazos contra un resplandeciente crucifijo.

Tras ello estos oficiales se levantan y marchan dejando vacía la Iglesia, entonces vemos un hermoso zoom en pic ado desde un ángulo alto acercándose a un banco y atisbamos unas manos sobresaliendo unidas, allí hay un hombre de rodillas, Paul, su rostro está sudoroso, mira el confesionario del que sale el párroco. Paul confiesa al cura que mató a un hombre, que no sabe porque lo hizo (mensaje sobre el sin sentido de las guerras), le comenta que él era un violinista francés que está obsesionado que "Quería traer la música a este mundo, pero traje el asesinato". Pasamos a través de sus ojos al flash-back de los hechos, donde los suyos se funden con los de su víctima alemana, estamos en una trinchera y el moribundo alemán pide con gestos le acerque un libro con la portada de Beethoven, lo abre y allí hay una carta y el francés ayuda al germano a firmarla y justo antes de poner la r final de Walter fallece. Paul lee es una epístola a su novia comentándole el despropósito de la Guerra. Pasamos al presente y Paul comenta al sacerdote que sabe alemán pues lo aprendió en la escuela, y que los alemanes aprenden francés y luego los mandan matarse unos a otros. Pronuncia la dirección del teutón y se derrumba, el párroco lo levanta y le dice que lo absuelve, que no hizo nada malo, que era su deber (la comunión entre estado-patria e Iglesia), Paul le espeta ‘que si su deber era matar?’, el cura impactado le absuelve incluso (según él) de la blasfemia. Paul le espeta que "Fueron 9 millones, qué más dará, en la siguiente serán 90". Paul observa un cuadro de la Piedad e Jesús con María sosteniendo el cuerpo bajado de la Cruz de Jesús, el clérigo le dice que ella perdonó a los que mataron su hijo, entonces Paul hace la analogía y dice que Walter tendría una madre, y como sabe la dirección irá a visitarla para pedirle de rodillas el perdón. 12 minutos de una brillantez epicúrea en su ardor emocional.

Luego desembocamos en este pueblo alemán, cargado de animosidad contra los franceses. Aquí las emociones se desbordan. Asistimos al cementerio donde está enterrado Walter, conocemos a la cariñosa familia de este, a la ternura que se profesan, a la devoción que sienten por el hijo muerto.  Y aquí irrumpe Paul intentando buscar el perdón, y en un giro muy habilidoso de guión Paul se torna a los ojos de los padres y prometida en una migo parisino de Walter, ello por seguramente, por ver la felicidad en los ojos de todos ellos al recordarles a su retoño. Esto vira hacia un incipiento y sereno romance platónico (en principio) entre Paul y Elsa, con paseos por la villa, donde los ojos inquisitoriales de los lugareños se les clavan como agujas. El odio al francés se hace patente, y todo esto culminando en la escena cumbre del film, la que da sentido a toda la obra. Cuando el Dr. Holderlin llega a la cafetería a tomar unas cervezas con ‘sus amigos’ y se encuentra con que le hacen el vacío por tener relación cordial con un francés. Y el Dr. explota en un discurso que debería ser de obligada lectura en colegios, de una intensidad dramática que se te hinca en el corazón, aludiendo a como los padres despedían felices y alborozados a sus hijos cuando iban a la guerra... a ser matados, achacándoles que son culpables de sus muertes por el odio de los mayores, los jóvenes son asesinados. "Mientras nosotros brindábamos por la muerte de los hijos de alguien con cerveza ellos lo hacían con vino por la muerte de los nuestros" (Dr. Holderlin). De una pasión y crudeza trémulo discurso.

Lubitsch demuestra un manejo dramático excelso, demostrando su experiencia en el cine mudo para provocar sensaciones con el poder infinito de las imágenes, (aparte del mencionado inicio) como la visita del Dr. la habitación vacía de su hijo, sentado en una silla junto a la cama (ello con el sonido de fondo de un reloj de péndulo, cual golpes del paso lapidario del tiempo), mirando que el reloj no está en hora y lo corrige, acaricia el violín, los sentimientos dolientes son asfixiantes; el modo en primer plano del director de filmar las manos temblorosas de la madre llevando flores a la tumba de su hijo; o el tramo final, donde todo se dice con la unión entre imagen y melodía musical, el lenguaje universal.

También es de apreciar los toques suaves de humor que jalonan la cinta, como la visita de este fatuo Schultz que va a pedir salir con Elsa al Dr. (hay que entender esa relación un tanto extraña de que la prometida del hijo, sin haberse casado con ella, se ha convertido en la hija), y pone como premisa que se llama Walter como el fallecido; esa charla de la madre en el cementerio sobre los gustos culinarios de su hijo con la tarta de canela con una amiga; esa chismosa que sale a la ventana a espiar a la pareja y que para estar cómoda se pone un cojín; o ese tendero que juega con el precio de un vestido (le cuenta un secreto a Elsa: ‘Es francés!’) de su escaparate en función de lo que detecta en la potencial compradora Elsa.  

Lionel Barrymore como el Dr. Holderlin es un coloso transmitiendo emociones ya desde esa presentación frente a un niño y su padre, una actuación mesurada, con una expresividad corporal (ese modo de entregar el violín de su hijo a Paul) y de mirada provenientes del cine silente, pero sin estridencias histriónicas, y además sabiendo ser la voz moral de la cintra con su desbordante alegato contra las guerras en la cafetería, espléndido este Titán de la interpretación; Lástima que no se pueda decir lo mismo del protagonista Phillips Holmes, tan bello como sobreactuado, llega a parecer un demente n su pose de ido a punto de explotar constantemente, excesivamente melodramático; Tampoco Nancy Carroll como la eterna prometida de Walter puede superar el pasado de vueltas; Louise Carter como la madre de Walter da una sentida encarnación, cargada de amor, brillante en su escena en el cementerio  (plagado de tumbas de muertos en la guerra), así como en la mirada de calor humano hacia Paul cuando este habla de Walter.

En la puesta en escena destaca la gran labor de cinematografía en glorioso b/n de Victor Milner (“El desfile del amor” o “Cleopatra”), con una cámara con gran sentido dramático, como en la mencionada escena del inicio, con picados, travellings, zooms, detallismo, gran labor para ayudar al gran relato. Rodándose íntegramente en los Paramount Studios en Hollywood.

Spoiler:

Estremecedor rush final. Cuando Paul va a casa del Dr. a decirle que se marcha, se encuentra primero con Elsa, ella cree que quiere huir por no querer ser pareja de su amigo. Esta lo lleva al dormitorio de Walter y le dice que la última carta de este habla de ellos dos (¿?), se la lee ella (dice que si él muere debe buscarse a otro hombre, de ahí que hable de ellos dos), pero entonces él recita de memoria las últimas líneas de la carta (esto me recuerda también al final de “Cyrano de Bergerac” donde Roxanne se da cuenta de quien ha escrito realmente las cartas por recitar el ‘narizón’ las líneas de las epístolas), y ella se da cuenta de que hay gato encerrado. Entonces él le dice la verdad y que va a confesárselo a los padres. Este corre a decírselo pero ella lo interrumpe y les dice que se va a quedar en el pueblo para ser pareja de ella, los padres están felices de ello, Paul sabe que debe seguir este juego porque se lo debe a los padres de su víctima. Entonces el Dr. Holderlin le ofrece el violín de Walter a Paul, quien lo coge y toca mientras Elsa lo acompaña al piano, ello ante la entusiasta mirada de los padres abrazados en el sofá disfrutando del momento mágico; Final neurálgico.

El cineasta francés François Ozon adaptó el mismo material para “Frantz” de 2016, también filmado en blanco y negro, aunque Ozon cambió detalles cruciales, presenta el escenario desde la perspectiva de la prometida en lugar de la del soldado, y también sugiere que no está orientado de la misma manera. Ambas películas se basan en la obra de teatro de Maurice Rostand, “The Man I Killed”.

Notable melodrama con gran sentido de reflexión moral, con el lastre de la actuación del protagonista. Gloria Ucrania!!!

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