martes, 1 de julio de 2025

 


LA TRAMA FENICIA.

 

Después del tibio recibimiento de Asteroid City, Wes Anderson regresa con La trama fenicia (The Phoenician Scheme), una comedia negra de espionaje donde el director vuelve a sus obsesiones más reconocibles con renovado vigor: los planos simétricos, los personajes imperturbables, los gags absurdos interpretados con gravedad, la paleta pastel y un diseño de producción que parece escapado de un museo de miniaturas dirigido por un esteta obsesivo. No obstante, esta vez, Anderson parece haber aflojado un poco su corsé autoral —o al menos, lo ha decorado con dinamita—, entregando su película más ágil, irreverente y entretenida desde El gran hotel Budapest. No es perfecta (ni lo pretende), pero La trama fenicia es, dentro de su universo de muñecas rusas y cajas dentro de cajas, una obra mordaz que se ríe de todo: del capitalismo, de la religión, de la moral y, por supuesto, de sí misma.

 

Anderson escribe, produce y dirige, como es costumbre, con la colaboración en el guion de Roman Coppola, el eterno cómplice de sus travesuras formales. La historia es un batiburrillo delirante sobre Zsa-Zsa Korda (Benicio del Toro, impávido y regordete), un magnate armamentístico de aire trumpiano —y peluquín desafiante— que, tras sobrevivir a un atentado aéreo en una escena de apertura gloriosamente ridícula y estilizada, tiene una revelación mística en el cielo y decide reorientar su vida. Eso sí, como todo personaje andersoniano, su redención será menos un acto espiritual que un trámite logístico: capítulos titulados, planos compartimentados, coreografías sociales milimétricas. El asunto se complica con la aparición de su hija Liesl (Mia Threapleton, algo hierática pero funcional), una novicia con más fe que paciencia, una maleta con secretos familiares, un complot internacional lleno de espías encubiertos y un torneo de baloncesto que parodia tanto Hoosiers como Juego de espías.

 

El elenco, como siempre, es una constelación de estrellas de Hollywood listas para posar como figurines vintage: Michael Cera como el asistente torpemente leal, Scarlett Johansson encarnando a una embajadora de voz monocorde que parece salida de una caricatura de la ONU, Benedict Cumberbatch y Mathieu Amalric como agentes dobles sin doble fondo, Rupert Friend como entrenador de baloncesto de mirada perdida, y Tom Hanks, Bryan Cranston y Bill Murray en papeles tan breves como inverosímilmente hilarantes. Cada uno aparece, dice su frase como si leyera una máxima estoica, y desaparece entre bambalinas sin alterar el ritmo ni el tono general de la obra, como si fueran piezas móviles de un reloj de cuco posmoderno.

 

Visualmente, La trama fenicia es otra delicada golosina. La fotografía de Bruno Delbonnel imprime una luz plana y contenida que se presta a la exageración coreográfica del decorado. Cada plano parece pensado por alguien con TOC y acceso ilimitado a una tienda de antigüedades vienesa. Hay momentos que parecen sacados directamente de una maqueta: aviones de juguete que explotan con fuegos artificiales, oficinas que parecen burbujas suspendidas en la nada, iglesias que podrían ser cajas musicales. Anderson no filma escenarios, los diseña como si fueran piezas de Lego. Y, en esta ocasión, logra algo muy difícil: que la forma no ahogue por completo al fondo.

 

Porque sí, aunque a veces cueste creerlo entre tanta pirueta estética, hay fondo. O al menos, una farsa filosófica que juega con grandes temas: la redención, el legado, la imposibilidad de escapar de la muerte, el peso del poder y la fe como refugio o como trampa. Las secuencias en el cielo —filmadas en un blanco y negro reverencial, casi bressoniano— se alternan con gags terrenales donde un asesino disfrazado de monje se enfrenta a una monja armada con un micrófono espía. Hay aquí un humor soterrado que funciona mejor cuanto más absurda es la situación, y un discurso sobre la moral del poder que no pretende ser profundo, pero sí sugerente. ¿Puede un magnate de armas encontrar la salvación sin que todo sea un acto de lavado de imagen? ¿Puede su hija, atrapada entre la fe y la herencia familiar, encontrar su camino sin traicionar ambos mundos? Anderson no responde. Pero al menos se divierte preguntándolo con estilo.

 

Eso sí, el guion, como en muchas de sus últimas películas, está más interesado en saltar de viñeta en viñeta que en construir un desarrollo emocional sostenido. El formato episódico —con capítulos y epílogo al gusto literario del autor— permite cierta libertad narrativa, pero también diluye la tensión dramática. A mitad del metraje uno ya ha entendido de qué va todo esto y puede prever cada giro tonal con precisión geométrica. La historia de la madre muerta de Liesl, que debería ser el núcleo emocional de la película, está tratada con tal indiferencia que uno se pregunta si Anderson realmente quería que importara. Pero claro, a estas alturas exigirle emociones genuinas a su cine es como buscar sangre en una muñeca de porcelana.

 

Sin embargo, lo que la salva es el ritmo. La trama fenicia tiene una ligereza de espíritu que le faltaba a Asteroid City, esa carta de amor sin remitente. Aquí, la historia avanza con brío, los gags se suceden con velocidad de ametralladora y hasta los personajes más pintorescos tienen su momento de gloria. El clímax, una competición de baloncesto entre revolucionarios infiltrados y ejecutivos de una multinacional, es un ejercicio de delirio narrativo que sólo puede salir bien en manos de alguien tan convencido de su propio universo como Wes Anderson.

 

La música de Alexandre Desplat, en su séptima colaboración con el director, acompaña con precisión de metrónomo cada movimiento, cada cambio de escena, cada respiración. No es su partitura más memorable, pero como el resto del film, cumple con creces y se ajusta como un guante a la maquinaria visual de su creador. Y aunque nada de lo que ocurre en La trama fenicia parece real —ni los personajes, ni sus decisiones, ni el mundo que habitan—, lo cierto es que dentro de su lógica propia todo cobra sentido. Es el milagro Anderson: lograr que lo artificial se sienta coherente, que lo manierista emocione, que lo muerto se mueva.

 

Dicho esto, cabe señalar que quienes nunca conectaron con su estilo seguirán sin hacerlo aquí. Sus personajes siguen pareciendo títeres con frases de manual, sus historias están más preocupadas por los encuadres que por el corazón, y la repetición de fórmulas empieza a parecerse a una parodia de sí mismo. Hay algo en sus últimos filmes que recuerda a un taxidermista enamorado de su arte: todo está perfectamente conservado, hermosamente iluminado, y sin embargo, a veces da la sensación de que lo único que falta es vida. Pero si uno acepta esas reglas, La trama fenicia ofrece una de las experiencias más placenteras, dinámicas y cómicamente crueles del cine reciente.

 

Al final, La trama fenicia no es una gran película, pero sí una encantadora travesura barroca. Es más divertida que Asteroid City, más digerible que La crónica francesa y probablemente su obra más redonda desde El gran hotel Budapest, aunque sin su calidez ni su capacidad de conmover. Es un cuadro animado lleno de dinamita de juguete, con explosiones celestiales, filosofía de confeti y un director que, aun repitiéndose, demuestra que sigue siendo un artista visual de primer orden. Una pieza de orfebrería con complejo de comedia negra, que se burla de la redención, de los sistemas de poder y hasta del propio espectador que trata de buscarle lógica a un mundo que solo funciona si se acepta como un diorama estético de la absurda condición humana.

 

Un 7 sobre 10 más que merecido. Por su imaginación, por su ritmo, por su insaciable obsesión por el detalle, y por recordarnos que a veces no hace falta creer en la historia, sino simplemente sentarse, abrir los ojos, y disfrutar del espectáculo de lo inútil elevado a arte.

 

Anderson decidió escribir una historia sobre Oriente Próximo tras la muerte de su suegro, el ingeniero libanés Fouad Malouf, a quien está dedicada la película. Anderson recordaba a Malouf como «una figura asombrosa, descomunal... sabio y muy inteligente, pero un poco aterrador». Quería hacer una película donde un padre «se da cuenta de que, en realidad, su gigantesco plan de negocios es un ritual, una estratagema para conquistar a su hija». Cuando la salud de Malouf empezó a deteriorarse, le mostró a la esposa de Anderson una serie de cajas de zapatos que había usado para organizar sus archivos y recuerdos. Anderson adaptó las cajas para su película, donde Zsa-Zsa Korda usa cajas de zapatos para organizar sus planes de negocios; Para el personaje de Zsa-Zsa, Anderson se inspiró en industriales de la vida real de la época, diciendo que quería un personaje que pudiera haber "salido de una película de Antonioni con sus gafas de sol". El lujoso palacio de Zsa-Zsa, su afición por el coleccionismo de arte y su apodo "Sr. Cinco por ciento" los tomó prestados del magnate petrolero armenio Calouste Gulbenkian. Además, el nombre, el aspecto y los modales británicos del hermano de Zsa-Zsa, Nubar, los tomó prestados del hijo de Gulbenkian, Nubar Gulbenkian. Otra influencia para Nubar puede ser el personaje principal de Mr. Arkadin (1955). Anderson mencionó a los empresarios Aristóteles Onassis, Stavros Niarchos, Gianni Agnelli y William Randolph Hearst como influencias adicionales. El diorama mecánico que aparece en el clímax de la película hace referencia a Las reglas del juego (1939), otra película que satiriza a los ricos y marca el final de una era para la élite europea.

 

Anderson optó por centrar la película en la religión, aunque admitió que personalmente creía solo "a grandes rasgos" en Dios. Explicó que su escuela secundaria tuvo influencias episcopales y que "si creces con esta religión, es como si siempre estuviera ahí". Las secuencias de la película sobre el más allá se han comparado con la película de Powell y Pressburger, "Cuestión de vida y muerte" (1946), y el apellido Korda podría ser una referencia al cineasta húngaro-británico Alexander Korda, quien produjo muchas películas de Powell y Pressburger, aunque no "Cuestión de vida y muerte" en sí. Las secuencias religiosas de la película también se inspiraron en Luis Buñuel.

 

Anderson utilizó varias pinturas de la vida real como atrezo, incluyendo El niño asno en bata azul de Renoir , que perteneció a Greta Garbo, y El ecuador de Magritte, de la colección de los Museos Estatales de Berlín. También aparece una pintura de Juriaen Jacobsze. Sin embargo, algunas pinturas eran réplicas, incluyendo una de Rubens.