LA TRAMA FENICIA.
Después del tibio
recibimiento de Asteroid City, Wes Anderson regresa con La trama fenicia (The
Phoenician Scheme), una comedia negra de espionaje donde el director vuelve a
sus obsesiones más reconocibles con renovado vigor: los planos simétricos, los
personajes imperturbables, los gags absurdos interpretados con gravedad, la
paleta pastel y un diseño de producción que parece escapado de un museo de
miniaturas dirigido por un esteta obsesivo. No obstante, esta vez, Anderson
parece haber aflojado un poco su corsé autoral —o al menos, lo ha decorado con
dinamita—, entregando su película más ágil, irreverente y entretenida desde El
gran hotel Budapest. No es perfecta (ni lo pretende), pero La trama fenicia es,
dentro de su universo de muñecas rusas y cajas dentro de cajas, una obra mordaz
que se ríe de todo: del capitalismo, de la religión, de la moral y, por
supuesto, de sí misma.
Anderson escribe,
produce y dirige, como es costumbre, con la colaboración en el guion de Roman
Coppola, el eterno cómplice de sus travesuras formales. La historia es un
batiburrillo delirante sobre Zsa-Zsa Korda (Benicio del Toro, impávido y
regordete), un magnate armamentístico de aire trumpiano —y peluquín desafiante—
que, tras sobrevivir a un atentado aéreo en una escena de apertura
gloriosamente ridícula y estilizada, tiene una revelación mística en el cielo y
decide reorientar su vida. Eso sí, como todo personaje andersoniano, su
redención será menos un acto espiritual que un trámite logístico: capítulos
titulados, planos compartimentados, coreografías sociales milimétricas. El
asunto se complica con la aparición de su hija Liesl (Mia Threapleton, algo
hierática pero funcional), una novicia con más fe que paciencia, una maleta con
secretos familiares, un complot internacional lleno de espías encubiertos y un
torneo de baloncesto que parodia tanto Hoosiers como Juego de espías.
El elenco, como siempre,
es una constelación de estrellas de Hollywood listas para posar como figurines
vintage: Michael Cera como el asistente torpemente leal, Scarlett Johansson
encarnando a una embajadora de voz monocorde que parece salida de una caricatura
de la ONU, Benedict Cumberbatch y Mathieu Amalric como agentes dobles sin doble
fondo, Rupert Friend como entrenador de baloncesto de mirada perdida, y Tom
Hanks, Bryan Cranston y Bill Murray en papeles tan breves como inverosímilmente
hilarantes. Cada uno aparece, dice su frase como si leyera una máxima estoica,
y desaparece entre bambalinas sin alterar el ritmo ni el tono general de la
obra, como si fueran piezas móviles de un reloj de cuco posmoderno.
Visualmente, La trama
fenicia es otra delicada golosina. La fotografía de Bruno Delbonnel imprime una
luz plana y contenida que se presta a la exageración coreográfica del decorado.
Cada plano parece pensado por alguien con TOC y acceso ilimitado a una tienda
de antigüedades vienesa. Hay momentos que parecen sacados directamente de una
maqueta: aviones de juguete que explotan con fuegos artificiales, oficinas que
parecen burbujas suspendidas en la nada, iglesias que podrían ser cajas
musicales. Anderson no filma escenarios, los diseña como si fueran piezas de
Lego. Y, en esta ocasión, logra algo muy difícil: que la forma no ahogue por
completo al fondo.
Porque sí, aunque a
veces cueste creerlo entre tanta pirueta estética, hay fondo. O al menos, una
farsa filosófica que juega con grandes temas: la redención, el legado, la
imposibilidad de escapar de la muerte, el peso del poder y la fe como refugio o
como trampa. Las secuencias en el cielo —filmadas en un blanco y negro
reverencial, casi bressoniano— se alternan con gags terrenales donde un asesino
disfrazado de monje se enfrenta a una monja armada con un micrófono espía. Hay
aquí un humor soterrado que funciona mejor cuanto más absurda es la situación,
y un discurso sobre la moral del poder que no pretende ser profundo, pero sí
sugerente. ¿Puede un magnate de armas encontrar la salvación sin que todo sea
un acto de lavado de imagen? ¿Puede su hija, atrapada entre la fe y la herencia
familiar, encontrar su camino sin traicionar ambos mundos? Anderson no
responde. Pero al menos se divierte preguntándolo con estilo.
Eso sí, el guion, como
en muchas de sus últimas películas, está más interesado en saltar de viñeta en
viñeta que en construir un desarrollo emocional sostenido. El formato episódico
—con capítulos y epílogo al gusto literario del autor— permite cierta libertad
narrativa, pero también diluye la tensión dramática. A mitad del metraje uno ya
ha entendido de qué va todo esto y puede prever cada giro tonal con precisión
geométrica. La historia de la madre muerta de Liesl, que debería ser el núcleo
emocional de la película, está tratada con tal indiferencia que uno se pregunta
si Anderson realmente quería que importara. Pero claro, a estas alturas
exigirle emociones genuinas a su cine es como buscar sangre en una muñeca de
porcelana.
Sin embargo, lo que la
salva es el ritmo. La trama fenicia tiene una ligereza de espíritu que le
faltaba a Asteroid City, esa carta de amor sin remitente. Aquí, la historia
avanza con brío, los gags se suceden con velocidad de ametralladora y hasta los
personajes más pintorescos tienen su momento de gloria. El clímax, una
competición de baloncesto entre revolucionarios infiltrados y ejecutivos de una
multinacional, es un ejercicio de delirio narrativo que sólo puede salir bien
en manos de alguien tan convencido de su propio universo como Wes Anderson.
La música de Alexandre
Desplat, en su séptima colaboración con el director, acompaña con precisión de
metrónomo cada movimiento, cada cambio de escena, cada respiración. No es su
partitura más memorable, pero como el resto del film, cumple con creces y se
ajusta como un guante a la maquinaria visual de su creador. Y aunque nada de lo
que ocurre en La trama fenicia parece real —ni los personajes, ni sus
decisiones, ni el mundo que habitan—, lo cierto es que dentro de su lógica
propia todo cobra sentido. Es el milagro Anderson: lograr que lo artificial se
sienta coherente, que lo manierista emocione, que lo muerto se mueva.
Dicho esto, cabe señalar
que quienes nunca conectaron con su estilo seguirán sin hacerlo aquí. Sus
personajes siguen pareciendo títeres con frases de manual, sus historias están
más preocupadas por los encuadres que por el corazón, y la repetición de fórmulas
empieza a parecerse a una parodia de sí mismo. Hay algo en sus últimos filmes
que recuerda a un taxidermista enamorado de su arte: todo está perfectamente
conservado, hermosamente iluminado, y sin embargo, a veces da la sensación de
que lo único que falta es vida. Pero si uno acepta esas reglas, La trama
fenicia ofrece una de las experiencias más placenteras, dinámicas y cómicamente
crueles del cine reciente.
Al final, La trama
fenicia no es una gran película, pero sí una encantadora travesura barroca. Es
más divertida que Asteroid City, más digerible que La crónica francesa y
probablemente su obra más redonda desde El gran hotel Budapest, aunque sin su
calidez ni su capacidad de conmover. Es un cuadro animado lleno de dinamita de
juguete, con explosiones celestiales, filosofía de confeti y un director que,
aun repitiéndose, demuestra que sigue siendo un artista visual de primer orden.
Una pieza de orfebrería con complejo de comedia negra, que se burla de la
redención, de los sistemas de poder y hasta del propio espectador que trata de
buscarle lógica a un mundo que solo funciona si se acepta como un diorama
estético de la absurda condición humana.
Un 7 sobre 10 más que
merecido. Por su imaginación, por su ritmo, por su insaciable obsesión por el
detalle, y por recordarnos que a veces no hace falta creer en la historia, sino
simplemente sentarse, abrir los ojos, y disfrutar del espectáculo de lo inútil
elevado a arte.
Anderson decidió
escribir una historia sobre Oriente Próximo tras la muerte de su suegro, el
ingeniero libanés Fouad Malouf, a quien está dedicada la película. Anderson
recordaba a Malouf como «una figura asombrosa, descomunal... sabio y muy
inteligente, pero un poco aterrador». Quería hacer una película donde un padre
«se da cuenta de que, en realidad, su gigantesco plan de negocios es un ritual,
una estratagema para conquistar a su hija». Cuando la salud de Malouf empezó a
deteriorarse, le mostró a la esposa de Anderson una serie de cajas de zapatos
que había usado para organizar sus archivos y recuerdos. Anderson adaptó las
cajas para su película, donde Zsa-Zsa Korda usa cajas de zapatos para organizar
sus planes de negocios; Para el personaje de Zsa-Zsa, Anderson se inspiró en
industriales de la vida real de la época, diciendo que quería un personaje que
pudiera haber "salido de una película de Antonioni con sus gafas de
sol". El lujoso palacio de Zsa-Zsa, su afición por el coleccionismo de arte
y su apodo "Sr. Cinco por ciento" los tomó prestados del magnate
petrolero armenio Calouste Gulbenkian. Además, el nombre, el aspecto y los
modales británicos del hermano de Zsa-Zsa, Nubar, los tomó prestados del hijo
de Gulbenkian, Nubar Gulbenkian. Otra influencia para Nubar puede ser el
personaje principal de Mr. Arkadin (1955). Anderson mencionó a los empresarios
Aristóteles Onassis, Stavros Niarchos, Gianni Agnelli y William Randolph Hearst
como influencias adicionales. El diorama mecánico que aparece en el clímax de
la película hace referencia a Las reglas del juego (1939), otra película que
satiriza a los ricos y marca el final de una era para la élite europea.
Anderson optó por
centrar la película en la religión, aunque admitió que personalmente creía solo
"a grandes rasgos" en Dios. Explicó que su escuela secundaria tuvo
influencias episcopales y que "si creces con esta religión, es como si siempre
estuviera ahí". Las secuencias de la película sobre el más allá se han
comparado con la película de Powell y Pressburger, "Cuestión de vida y
muerte" (1946), y el apellido Korda podría ser una referencia al cineasta
húngaro-británico Alexander Korda, quien produjo muchas películas de Powell y
Pressburger, aunque no "Cuestión de vida y muerte" en sí. Las
secuencias religiosas de la película también se inspiraron en Luis Buñuel.
Anderson utilizó varias
pinturas de la vida real como atrezo, incluyendo El niño asno en bata azul de
Renoir , que perteneció a Greta Garbo, y El ecuador de Magritte, de la
colección de los Museos Estatales de Berlín. También aparece una pintura de
Juriaen Jacobsze. Sin embargo, algunas pinturas eran réplicas, incluyendo una
de Rubens.